martes, 2 de enero de 2018

Dos mujeres y un escudo: alegoría del hambre contra la fuerza


Fotografía: Federico Parra AFP

Por Willy Mckey
Prodavinci

Había muchas más personas, pero en la fotografía de Federico Parra apenas se intuyen cinco. Una ausencia sostiene el escudo 258. Al fondo, un hombre rollizo y vestido de azul es un espectador que debe resultarle inofensivo a los funcionarios, pues está de su lado de la contienda. En el extremo izquierdo otra persona sostiene el escudo 176 que aparentemente fue inventariado al revés y por esos los dígitos están virados.

Todo sucede a la vez, pero el eje de la imagen son dos mujeres.

Una de ellas es una mujer policía. No parece estar muy lejos de los treinta años. Su visera levantada deja intuir que no siente que corre mayor peligro. No se ve rabia en sus gestos. El aire contenido en las mejillas y los labios presionados son síntomas físicos de frustración, no de violencia. La fuerza que ejerce parece resultar del peso del cuerpo cargado sobre el antebrazo izquierdo. No es muy alta, así que se ve el brazo derecho haciendo balance. Sus ojos en coincidencia con los de la otra mujer parecen vaciados por esa diagonal que traza el borde de su escudo poniendo en evidencia que ha roto la hilera continua, que está empujando, que insiste en alejar al otro.

La otra mujer es más que adulta. Tiene los músculos de los brazos marcados por lo seco de las carnes y unas manos de trabajo. En el dedo anular de su mano izquierda lleva un anillo. Con la presión de su axila sujeta una botella plástica que apenas parece capaz de llevar algo de beber como bastimento. Las tensiones marcadas en su cuello desembocan en su pecho de madre vieja. La figura está rematada por un abrigo blanco vuelto nudo, amarrado en la cintura quizás producto del calor, del agite. Sus ojos sin suerte buscan la mirada de esa otra mujer que la contiene, al otro lado del escudo. Al otro lado de la diagonal.

Sólo un dato más: sus dedos índice y pulgar se unen en un círculo como quien hace el mudra de meditación, un gesto sagrado que evoca los argumentos y simboliza el sello de conocimiento, de la experiencia, de lo vivido.

Ese círculo en la mano de la mujer, ese mudra, es seguramente producto del azar y su capacidad para generar alegorías. Sin embargo, cuando las alegorías aparecen deben ser atendidas. Es lo que recomienda la hermética: en medio de la confusión, interpretar los signos. Por eso quizás convenga atender aquellos siete principios del Kybalión: recordar que el universo se corresponde a la idea que tenemos de él; que esa correspondencia funciona en los planos físico, mental y espiritual; que todo se mueve y todo vibra; que todo fluye; que toda causa tiene su efecto; que el género se manifiesta en todos los planos; pero sobre todo que semejantes y antagónicos son lo mismo y todas las paradojas pueden reconciliarse.

Sin embargo, ahí está ese escudo impidiendo que ambas sepan que tienen la mirada puesta a la misma altura.

Y es en esa diagonal, en esa jodida diagonal, donde tiene lugar la concreción de una metáfora terrible.

Esa diagonal es el absurdo de una pobreza contra otra: la de quien sigue órdenes empujando la de quien tiene miedo.

Esa diagonal es la fuerza que separa el hambre del poder, pero ejercida por otra mujer que en su historia familiar habrá de tener las mismas carencias, la misma tristeza, la misma pobreza.

Esa diagonal tiene de ambos lados la misma angustia.

Al parecer ha sido el hambre lo que ha venido a reconciliar la paradoja.

Mientras tanto, en el centro y al fondo de la fotografía se sostienen los únicos dos elementos que rompen la diagonal: el círculo dibujado por los dos dedos de la mujer mayor y el hombre rollizo al fondo, del lado de adentro de las filas. Ambos están esperando. De maneras distintas, pero esperan. Una concentra su fuerza, aunque no asume su poder y apenas lo manifiesta. El otro mantiene su distancia, ajeno a la confrontación.

Estas dos figuras (un círculo y un hombre que mira) representan, sin quererlo, a un país entero atrapado en un forcejeo que han decidido sostener el poder y el hambre, cuando en las afueras todo parece conjurar la desoladora promesa de un desenlace.

Un desenlace cualquiera.

Uno que al menos quite el hambre.

Uno que se atreva a trazar alguna esperanza.

Estas dos mujeres tienen una fuerza enorme, una fuerza real. Sin embargo, es de este lado del escudo donde la capacidad de reacción ha aparecido, invocada por la decepción de las tripas. Ella, la mujer del mudra, también tenía la opción de no hacer nada. Ha decidido reaccionar. Y tanto ella como la mujer policía merecen conseguir en algún lugar de nuestra política dormida una idea capaz de hacerles creer que existe un futuro que no volverá a enfrentarlas.

Antes que la pata congelada de un cerdo, esta diagonal está urgida de algo que les haga creer que hay personas capaces de llevar a cabo un poco de ilusión, algo para evitar que la promesa de un pernil la secuestre amarrándola a su hambre hasta que otra mujer, tan pobre como ella, reciba la orden de quitársela de encima al Poder con un escudo numerado.

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