Por Daniel Merchan, 27/01/2018
La desesperanza aprendida
o indefensión aprendida, es un concepto que acuñó hace varios años el psicólogo
Martin Seligman para definir el estado en que las personas se sienten
absolutamente indefensas y experimentan una especie de pasividad completa o
renuncia total a la posibilidad que las cosas salgan bien, generando una
especie de predisposición en el pensamiento frente a la adversidad, producto de
una acumulación de traumas y frustraciones que terminan por condicionar al ser
humano a la creencia que cualquier esfuerzo por superar esa situación de
infortunio sería realmente inútil, lo cual sorprendentemente inhabilita incluso
a sociedades enteras que aunque teniendo las herramientas para lograr un cambio
en su desdicha quedan paralizadas en la resignación ciudadana incapaces de
valorar sus fortalezas frente al reto que tienen por delante.
Básicamente
Seligman en un experimento esclarecedor, sometió a 2 perros a pequeñas
descargas eléctricas simultáneamente, con la posibilidad de accionar una
palanca para detener tal efecto, lo cual después de un breve lapso de tiempo
uno de los perros hacía, deteniendo de inmediato el castigo corporal para
ambos, mientras el otro permanecía quieto y frágil sin poder hacer nada, luego
hizo lo mismo con el otro canino quien determinó una conclusión contundente,
pues ya se había acostumbrado a recibir la electricidad y considerándose
impotente de cambiar su realidad ya era incapaz de darse cuenta de su
posibilidad de control, por lo que no hacia el menor movimiento para aliviar su
malestar, su desesperanza aprendida era irreversible.
Ahora bien,
hay claros ejemplos de esto en el mundo moderno, sociedades abusadas y
humilladas a tal punto de caer en la indefensión, en la total desmoralización
pues el ciudadano vive en un clima de constante tensión en el cual no existe
esperanza de que su accionar produzca un resultado distinto al interés de las
clases gobernantes, como sucede en Cuba, Zimbabue, Norcorea o Venezuela, pues
la conjunción del sistema de Estado se encuentra comprometido ante todo con la
supervivencia gubernamental, es así como en la isla de los Castro se dominó de
lleno cualquier aspiración o ilusión de cambio anulando las acciones
electorales, jurídicas, políticas, militares, económicas, empresariales y hasta
culturales que pudiera ejercer la población en distinto orden al pensamiento de
Fidel y compañía, al punto de dejar claro en la psiquis cubana que no hay lugar
para la esperanza, y con ello se adormeció bajo una opresión inflexible a todo
un pueblo por más de medio siglo, lo mismo que en el Zimbabue de Mugabe y
su sucesor, o que se intenta imponer en la Venezuela dictatorial del chavismo imperante,
no dando espacio ni al dialogo efectivo, a las expresiones electorales
legítimas, desconociendo o alterando poderes públicos, o bien implementando un
modelo económico que solo genera escasez, hambruna, quiebras en masa, y mayor
dependencia del asistencialismo estatal con fines político clientelares, entre
muchas más anomalías.
El dilema de
la desesperanza aprendida es que pretende ser lapidaria, en ella no existe
rendija que deje al imaginario colectivo algún rasgo de optimismo, ella vive en
expresiones que prejuzgan una situación sin escapatoria, frases como: “no hay
salida”, “estamos condenados”, “ya no hay nada que hacer”, o un simple “así son
las cosas”, hacen que el status quo se conserve inamovible, incluso frases
cliché para el corolario de libros de autoayuda como “cada pueblo tiene el
gobierno que se merece”, terminan por conducir a una nación entera a un abismo
auto flagelante que no permite ver el poderío que reposa insospechadamente en
una sociedad que de organizarse correctamente y tomar un poco de determinación
perfectamente puede salir de su atolladero.
Ahora bien,
para eso también hay ejemplos, y múltiples en realidad, de otro modo hoy no se
hablaría de como un sindicato de nombre solidaridad dirigido por Lech Walesa
terminó resistiendo y derrumbando la dictadura del partido obrero unificado
polaco, lo cual condujo a Polonia a la democracia, o de las demandas de
la sociedad negra sudafricana que lacerada por el Apartheid no disminuyó su
lucha hasta llegar a su abolición con los acuerdos entre Nelson Mandela y
Frederik De Klerk, e inclusive de la insistencia y habilidad de la denominada
concertación Chilena para superar el difícil capítulo de Pinochet, y aunque en
todas y en muchos otros patrones influyeron aspectos de la dinámica internacional,
no es menos cierto que sin el arrojo y la intrepidez posible de moradores
animosos a un giro en sus vidas no se hubiese logrado lo que ya es historia
dorada de esas naciones.
Por tal
motivo, esto nos lleva a examinar otro concepto antagónico y también interesante,
la resiliencia social, la cual en principio es considerada por los expertos
como una característica individual, pero que viene avanzando rápido en el plano
comunitario, por lo que hay que comenzar por definirla como la capacidad de
adaptarse a situaciones adversas y dominarlas, pues bien, la relevancia de este
concepto reside en su construcción, desde el nivel individual hasta su nivel
colectivo, como una herramienta de apoyo emocional más solvente para afrontar
el futuro con confianza.
Este concepto,
según la situación, puede tener tres concepciones diferentes, la primera, es la
resiliencia como estabilidad, que permite asimilar lo inesperado; la
resiliencia como recuperación, para sobrellevar un escenario dificultoso; y la
resiliencia como transformación, que viene cuando se ha aprendido y superado
algún evento doloroso o complicado. Sin embargo, en todos los aspectos se trata
de un método de cambio frente a un panorama negativo que puede ser positivo, y
aunque regularmente se trata de superar desastres naturales como tifones,
terremotos o inundaciones, también desde esta filosofía se busca preparar al
entramado social para frenar loa propia acción negativa del hombre, que
propicia hambrunas, pestes, conflictividad e intolerancia entre pares o políticas
publicas autodestructivas.
Hoy la
realidad es bastante evidente, por ello, es que la Organización de las Naciones
Unidas(ONU) publicó hace unos años un manual sobre ciudades y estados
resilientes al riesgo, ya que esta, es entendida como la capacidad de afrontar
las adversidades y lograr adaptarse ante las tragedias, los traumas, las
amenazas o el estrés severo que pueden condicionar de un modo profundo el buen
desarrollo de la población, por eso es válido preguntarnos ¿Hasta qué
punto estamos preparados los ciudadanos, para enfrentarnos a crisis, encajar
reveses y superar adversidades? Sin duda me temo que en este aspecto y salvo
honrosas excepciones, Reconozcamos que en esta “modernidad líquida”, como
definía a nuestra época el filósofo, Zygmunt Bauman, valores y virtudes como la
voluntad, el coraje, el temple, la austeridad, el espíritu de sacrificio, el
compañerismo, la solidaridad y aquellos, en general, que sirven para dar
solidez, cohesionar y fortalecer una comunidad, no están de moda, pero se
pueden estructurar sembrando identidad cultural, respeto a la diversidad
ideológica, preservando la democracia y los derechos humanos, construyendo la
paz como meta compartida, y diversificando los factores de generación de
prosperidad y oportunidades, nunca es tarde para hacerlo, Alemania lo consiguió
después de 2 guerras devastadoras, Chile y Perú después de años de
inestabilidad política, Corea del Sur y Japón pese a conflictos permanentes, o
la edificación que se planifica desde la nada como Singapur o Emiratos Árabes
Unidos, es decir, existen los modos, las herramientas y lo más importante la
llegada de la convicción necesaria para convertir lo que el algún momento
irradiaba desesperanza en un nicho de cultivo de satisfacciones y bienestar
general, por lo que el meollo siempre estará en que tan capaces creamos que
podemos ser en emprender una transformación social que claramente vale la pena.
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