Por Eduardo Matute
En 1970 al graduarme de
bachiller, participé en la cohorte que se autodefinió como la promoción de la
Populorum Progressio (El Desarrollo de los Pueblos). Publicada en 1967, en
conjunto con las directrices del Concilio Vaticano, esta encíclica apuntaló a
los jóvenes y no tanto, religiosos venezolanos a afincar su trabajo con las
comunidades de menores recursos de las principales ciudades venezolanas.
En ese entorno, hay
múltiples ejemplos de sacerdotes y religiosas vinculados al trabajo social en
Venezuela.
Mucho se ha escrito de los
sacerdotes jesuitas, organizando empresas populares, muchas de ellas bajo la
normativa cooperativa, en labores educativas, cuyo ejemplo más reconocido ha
sido Fe y Alegría.
Muy poco de esas actividades
y organizaciones hubiera podido hacerse, sin la presencia de decenas de
religiosas de distintas órdenes y carismas. Una de estas religiosas, Eladia
Pérez, es para quien esto escribe, una religiosa emblemática de ese compromiso
con los habitantes más sufridos de nuestro país, no sólo por su empatía sino
por su forma pedagógica de colaborar en se asumieran como dueños de su destino.
La conocí, a mis escasos
siete años. Entré al primer grado y quien era mi maestra, era la Madre Pérez.
Española de nacimiento, la orden a la cual pertenecía, las Esclavas de Cristo
Rey, la designó para que trabajara en colegios jesuitas, allá en la lejana
Venezuela. Aquí ejerció y se graduó de normalista. Me enseñó mis primeras
letras, y de esos recuerdos imborrables, es el comentario que le realizó al
trabajador del jardín quien veía con asombro como había niños que escribían con
la mano izquierda: “Aquí las cosas son distintas a la España de donde
provenimos”.
Ya mayorcito, en la
secundaria, volví a toparme con la Madre Pérez, que ya no era “la Madre”, sino
la Hermana Pérez, en el Barrio Bolívar de Petare. En conjunto con otras 3
religiosas, edificaban la escuela de Fe y Alegría del barrio.
Allí me tocó apoyarla en el
trabajo de conformar la Cooperativa Kennedy, cuya oficina estaba en la propia
escuela. Cada vez que me jubilaba de clases y me llegaba al barrio, le oía el
regaño jocoso con el cual me daba la bienvenida.
Pasaron otra decena de años,
y la vuelvo a ver, ya convertida en “Eladia Pérez”, ya religiosa sin hábito,
que apoyaba a la librería Julio González, de los sectores católicos post
conciliares. Seguía colaborando en la escuela, pero ya no ejercía la docencia.
Su preocupación existencial era el crecimiento de Fe y Alegría en el resto de
los barrios petareños. Participé en algunas de esas discusiones, en las cuales
su voz era determinante.
La última vez que la vi,
sentada a la vera de la Av. Bolívar de Caracas, luego de uno de esos mítines
electorales de la Venezuela de 1970, en la cual cansada de ajetreo de ese día,
me señalaba la agenda de las siguientes semanas, en la consolidación de una
Central de las cooperativas de Petare. Luego, vino su enfermedad y le trastocó
la vida.
No estuve en su entierro,
andaba por Barquisimeto y cuando volví a Caracas, me enteré de los datos de su
velorio, en plena Semana Santa. La ausencia de clases por el asueto predispuso
a sus compañeras de vida, a efectuar su velorio en un barrio cercano, en la
parroquia que para aquel entonces dirigía el Padre Camuñas. Sin embargo, el
velorio fue trasladado de la parroquia a la escuela acompañado por decenas de
habitantes del barrio Bolívar. Era su hermana, su religiosa.
De la Madre Pérez, de una
iglesia católica preconciliar, a simplemente Eladia, la hermana entronizada en
los sectores populares caraqueños es la hipérbole de la iglesia católica
venezolana. Aquellos polvos generados por la Populorum Progressio y el Vaticano
II, han traído estos lodos del compromiso de religiosos y sacerdotes
venezolanos con su pueblo, que vemos todos los días en nuestro país.