Por Nelson Freitez
Dos décadas en
Venezuela de gestión de organismos del Estado de «inteligencia y
contrainteligencia», civiles y militares, parecerían suficientes para que
hubiesen identificado con precisión quiénes son y dónde localizar a «grupos
terroristas». Agrupaciones cuyas actuaciones puedan haber perjudicado
«…gravemente a un país…con el fin de intimidar gravemente a una población;
obligar indebidamente a los gobiernos o desestabilizar gravemente o destruir
las estructuras políticas fundamentales, constitucionales, económicas o
sociales de un país…», tal como reza el artículo 4 de la Ley Orgánica contra la
Delincuencia Organizada y el Financiamiento del Terrorismo.
Los sujetos de esa ley
están nítidamente identificados en los distintos «frentes» de los «grupos
armados irregulares» (GAI) que la ONG FundaRedes ha venido documentando con
precisión geográfica y caracterización de sus actividades delictivas, por lo
menos desde la última década, difundiéndolo ampliamente. Incluso introduciendo
denuncias en los órganos del Estado con competencia para la investigación
criminal.
Tales GAI han extorsionado,
secuestrado, ajusticiado, expropiado unidades productivas y ocupado con armas,
distintas zonas del territorio nacional, con énfasis en los estados fronterizos
de Zulia, Táchira, Apure, Amazonas y Bolívar. La multiplicidad de denuncias
sustanciadas y presentadas en distintos órganos del poder público de tales
entidades, como en medios de comunicación y redes sociales, por personas y
organizaciones sociales y gremios económicos, avalan la evidente existencia y
multiactividad de tales grupos.
He allí a «grupos
terroristas» de origen extranjero, cuya beligerancia ha desatado incluso un muy
reciente y acentuado conflicto armado en la frontera de Apure con Colombia
desde el 21 de marzo del presente año, que aún persiste y pareciese extenderse
desde su foco inicial. Es tal la documentación que se ha acopiado sobre tales
GAI, tal como ha suministrado en sustanciados informes la señalada ONG, ante la
Fiscalía Superior del estado Táchira e incluso en la Presidencia de la
República de Colombia, contemplando información sobre desplazamientos de sus
efectivos y zonas de ocupación en diversos lugares del país.
De tal manera que si
los «órganos de inteligencia del Estado» venezolano se dispusieran a elaborar
un «registro» de tales personas «naturales y jurídicas» contarían con una
fuente consistente y actualizada de información sobre «grupos terroristas».
La lógica prevaleciente
en el grupo en el poder político en el país no solo evita considerar las
violentas actuaciones de tales GAI contra propiedades y personas de origen
nacional como «actos terroristas» sino que los considera aliados de un mismo
proyecto de dominación política. Por lo cual les brinda coberturas,
coordinación e insumos para sus operaciones políticas, sociales y
comunicacionales y, lo más grave, les ha permitido su permanencia y movilidad
durante años afectando severamente la soberanía nacional.
Por el contrario, la
cúpula en el poder considera al espectro de organizaciones de la sociedad
civil, independientes del control estatal y oficial, como «enemigos internos» y
emite la reciente Providencia Administrativa 001-20201, en el marco de la Ley
Antiterrorista, desde la cual pretende obligar a todas las organizaciones sin
fines de lucro a inscribirse en un «registro» para demostrar que sus
actividades «no propician a la delincuencia organizada ni financian al
terrorismo». Por tanto, deben suministrar información sobre las poblaciones que
atienden y las organizaciones que les respaldan para realizar sus labores.
Esta precalificación de
«sospechosos de terrorismo» aspira convertirse en una «espada de Damocles» que
en fecha inmediata (1° de mayo) pueda crear, en principio, un temor
generalizado en el mundo de la sociedad civil organizada, paralizar sus labores
y, posteriormente, alegando el «no registro» desatar una represión, primero
selectiva a ONG emblemáticas y, luego, generalizarla a un mayor volumen de
organizaciones; además de inhibir los aportes de los entes cooperantes de
diversas partes del mundo, solidarios con las poblaciones afectadas por la
emergencia humanitaria en el país y con la promoción y defensa de derechos
humanos.
Las ONG venezolanas
están claramente dedicadas a atender a miles de personas que, en la devastación
generada por la emergencia humanitaria y por la cada vez más absoluta
desatención del Estado, se encuentran en la inanición y la intemperie.
Un sector de estas ha
documentado exhaustivamente las gravísimas violaciones a los derechos humanos y
las ha presentado en diversas instancias del sistema internacional de los
derechos humanos.
Esas voces son las que
aspiran callar. Las que ponen en evidencia colapsos de servicios,
agravamientos, fallecimientos evitables. Y las que han identificado y
sustanciado cómo, bajo prácticas de «terrorismo de Estado», se ha ajusticiado,
torturado y desaparecido en el país, tal como lo señala, entre otros, el
informe de septiembre de 2020 de la Misión de Verificación de los Hechos del
Consejo de DDHH de la ONU. Definitivamente el terrorismo está en otro lado, no
es en la sociedad civil organizada dónde debe ser registrado.
Nelson Freitez Amaro es
cooperativista. Sociólogo y Doctor en Estudios del Desarrollo
(Cendes-UCV).
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